APOLOGÏA DE SÓCRATES

Jenofonte

«Creo que merece la pena recordar también con qué actitud deliberada reaccionó Sócrates, cuando fue citado a juicio, tanto en lo relativo a su defensa como ante su muerte. Es verdad que otros han escrito ya sobre ello, y todos han coincidido en la altanería de su lenguaje, lo que demuestra evidentemente que es así como se expresó, pero una cosa no dejaron suficientemente clara, y es que había llegado a la conclusión de que para él la muerte era ya en aquel momento preferible a la vida; con esta omisión resulta que la altanería de su lenguaje parece bastante insensata. Sin embargo, lo que ha contando sobre él su compañero

Hermógenes , hijo de Hipónico, explica que su lenguaje altanero se correspondía con su manera de pensar. En efecto, al ver que hablaba de toda clase de temas más que de su juicio, le preguntó: «¿No deberías examinar, Sócrates, los argumentos de tu defensa?». Y que Sócrates de entrada le respondió: «¿No crees que me he pasado la vida preparando mi defensa?». Y al preguntarle él: «¿Cómo es eso?», le respondió: «Porque a lo largo de toda mi vida no he cometido ninguna acción injusta, que es precisamente lo que yo considero la mejor manera de preparar una defensa». Y al preguntarle Hermógenes de nuevo: «¿No ves cómo a menudo los tribunales atenienses, dejándose arrastrar por discursos persuasivos, han condenado a muerte a personas inocentes y como, en cambio, con frecuencia absolvieron a culpables, o bien compadecidos por sus discursos o bien porque hablaban adulándoles?». «Pero, ¡por Zeus!, respondió Sócrates, «es que dos veces que intenté examinar mi defensa se me opuso el genio divino.” Y como él por su parte le contestó: «¡Qué cosas más raras dices!», Sócrates le respondió a su vez: «¡Te parece raro que también la divinidad crea que para mi es mejor que muera ahora? ¿No sabes que hasta el momento presente a nadie le reconocería haber vivido mejor que yo? Y, lo que todavía es más agradable, yo tenía conciencia de haber vivido mi vida entera en la piedad y en la justicia, de modo que, sintiendo por mi mismo una gran estima, me daba cuenta de que los que me frecuentaban experimentaban hacia mí el mismo sentimiento. En cambio ahora, si sigue prolongándose mi edad, sé que necesariamente tendré que pagar el tributo a la vejez, ver peor, oír con más dificultad, ser más torpe para aprender y más olvidadizo de lo que aprendí. Ahora bien, si soy consciente de mi decrepitud y tengo que reprocharme a mí mismo, ¿cómo podría seguir viviendo a gusto?», seguía diciendo Sócrates. «Y aun puede ocurrir que la divinidad en su benevolencia me esté proporcionando incluso no sólo el momento más oportuno de mi edad para morir, sino también la ocasión de morir de la manera más fácil. En efecto, si ahora me condenan, es evidente que podré utilizar el tipo de muerte considerado el más sencillo por quienes se ocupan del tema, y el menos engorroso para mis amigos, al tiempo que infunde la mayor añoranza hacia los muertos, pues el que no deja ningún recuerdo vergonzoso o penoso en el ánimo de los presentes, sino que se extingue con el cuerpo sano y con un alma capaz de mostrar afecto, ¿cómo no va a ser a la fuerza digno de añoranza? Con razón los dioses se oponían entonces a la preparación de mi discurso de defensa, cuando nosotros creíamos que había que buscar escapatorias por todos los medios. Porque si hubiera llegado a conseguirlo, es evidente que, en vez de terminar ya mi vida, me habría preparado para morir afligido por las enfermedades o la vejez, a la que afluyen todas las amarguras, con absoluta privación de alegrías. ¡No, por Zeus!

SEGUNDA PARTE

Hermógenes -contaba que les había dicho-, no seré yo quien esté deseoso de tal situación, sino que, si disgusto a los jueces exponiéndoles todas las ventajas que creo haber obtenido de los dioses y de los hombres, así como la opinión que tengo de mí mismo, en ese caso antes elegiré morir que seguir viviendo servilmente, mendigando el beneficio de una vida mucho peor que la muerte». Hermógenes contaba que con estas ideas, una vez que le acusaron sus adversarios en el juicio de que no creía en los dioses que reconocía la ciudad, sino que trataba de introducir nuevas divinidades y corrompía a la juventud, compareció ante el jurado y dijo: «Una cosa que me sorprende ante todo, jueces, es en qué opinión se apoya Meleto para afirmar que no creo en los dioses que reconoce la ciudad, puesto que tanto los que se encontraban presentes como el propio Meleto, si lo deseaba, podían verme cuando hacía sacrificios en las fiestas de la ciudad y en los altares comunales. Y en cuanto a nuevas divinidades, ¿cómo podría introducirlas al decir que una voz divina se me manifiesta para darme a entender lo que debo hacer? Pues también los que utilizan los gritos de los pájaros y las palabras humanas apoyan en voces sus conjeturas. ¿Discutiría alguien que los truenos sean voces o un presagio muy importante? Y la sacerdotisa que tiene su sede en su trípode de Delfos ¿O no comunica también ella los oráculos del dios por medio de la voz? Es cierto que todos saben y creen que la divinidad conoce el futuro y lo anuncia a quien quiere, igual que yo lo digo. Pero mientras ellos llaman augurios, voces, encuentros fortuitos y adivinos a los que les dan advertencias, yo a eso lo llamo genio divino, y pienso que al llamarlo de esta manera me expreso con mayor verdad y más piadosamente que los que adjudican a las aves el poder que tienen los dioses. Y ésta es la prueba de que no miento contra la divinidad: habiendo anunciado a muchos amigos míos las advertencias de la divinidad, en ningún caso resultó haberme equivocado. Y como, al oír estas palabras, los jurados se ponían a protestar, unos desconfiando de sus afirmaciones y envidiosos otros de que también de los dioses obtuviera mayores favores que ellos, contaba que Sócrates había seguido diciendo: «Ea, escuchad también otra cosa, para que quienes de entre vosotros lo deseen desconfíen todavía más del favor con que he sido honrado por los dioses. Un día que Querefonte acudió al oráculo de Delfos para interrogarle acerca de mí, en presencia de muchos testigos le respondió Apolo que ningún hombre era ni más libre, ni más justo, ni más sabio que yo». Y que, como naturalmente los jurados todavía alborotaban más ante esta respuesta, Sócrates habló de nuevo: «Sin embargo, señores del jurado, el oráculo divino dijo cosas más importantes sobre Licurgo, el legislador de Lacedemonia, que sobre mi, pues se cuenta que al entrar en el templo se dirigió a el diciéndole: Me pregunto si debo llamarte dios u hombre. A mí no me comparó con un dios, pero juzgó que destacaba mucho sobre el resto de los hombres. Sin embargo, no por ello tenéis vosotros que creer al dios por las buenas, sino que debéis examinar cada uno de los elogios que hizo de mí. En efecto, ¿a quién conocéis que sea menos esclavo que yo de las pasiones del cuerpo?, ¿qué hombre veis que sea más libre que yo, que no recibo de nadie regalos ni salario?, ¿a quién podríais considerar razonablemente más justo que a un hombre que está acomodado a lo que tiene y que no necesita ningún bien ajeno? Y en cuanto a sabio, ¿cómo se podría con razón negar que lo es un hombre como yo, que desde que empecé a comprender lo que se decía nunca dejé, en la medida de mis posibilidades, de investigar y aprender todo lo bueno que pude? Y de la eficacia de mis esfuerzos, ¿no os parece que también es una prueba el hecho de que muchos ciudadanos que aspiran a la virtud, y también muchos forasteros, me prefieran a mí entre todos para ser mis discípulos? ¿Cuál diríamos que es el motivo de que, a pesar de saber todos que en absoluto podría corresponder, por falta de dinero, sin embargo, muchos estén dispuestos a hacerme algún regalo? ¿O el hecho de que nadie me reclame el pago de algún favor y, en cambio, muchos reconozcan que me deben gratitud? ¿O que, durante el asedio, mientras otros se compadecían por su suerte yo no vivía con más apuros que cuando la ciudad gozaba de mayor prosperidad? ¿O por qué los otros se procuran en el mercado bocados exquisitos a muy alto precio, mientras yo me ingenio de mi alma placeres más agradables que ellos sin ningún gasto? Y si nadie verdaderamente podría refutarme nada de cuanto he dicho de mí mismo, alegando que miento, ¿cómo no sería elogiado en justicia tanto por los dioses como por los hombres? Aun más, Meleto, ¿tú afirmas que corrompo a los jóvenes con esta conducta? Todos sabemos sin duda qué clase de corrupciones afectan a la juventud; dinos entonces si conoces algún joven que por mi influencia se haya convertido de pío en impío, de prudente en violento, de parco en derrochador, de abstemio en borracho, de trabajador en vago, o sometido a algún otro perverso placer». «¡Por Zeus!», dijo Meleto, «yo sé de personas a las que has persuadido para que te hicieran más caso a ti que a sus padres». «Lo reconozco», contaba que había dicho Sócrates, «al menos en lo que se refiere a la educación, pues saben que me he dedicado a ello. Pero en cuestión de salud las personas hacen más caso de los médicos que de sus padres, y en las asambleas prácticamente todos los atenienses atienden más a los oradores que hablan con sensatez que a sus parientes. Además, ¿no elegís también como generales, antes que a vuestros padres y a vuestros hermanos, incluso, ¡por Zeus!, antes que a vosotros mismos, a quienes consideráis que son más entendidos en materias bélicas?».

«Así es, Sócrates», dijo Meleto, «porque así conviene y es la costumbre».«Pues en ese caso», le dijo Sócrates, «¿no te parece también extraño que, mientras que en las demás actividades los que destacan en ellas no sólo alcanzan igual participación sino que reciben honores preferentes, yo, en cambio, por el hecho de que algunos me consideren el mejor en que es el mayor bien para los hombres, me refiero a la educación, me vea acusado por ti en una acusación con pena de muerte?». Es evidente que se dijeron muchas más cosas, tanto por parte de Sócrates como de los amigos que hablaron en su defensa pero yo no puse todo el empeño en contar todo lo que se dijo en el proceso, sino que me conformé con hacer ver que Sócrates se preocupó por encima de todo en dejar claro que no había cometido ninguna impiedad con los dioses ni injusticia con los hombres; y en cuanto a no morir, él no creía que debía suplicar para evitarlo, sino que incluso pensaba que era un buen momento para terminar su vida. Que ésa era su manera de pensar se puso muy en evidencia cuando la votación de la sentencia fue negativa, pues en primer lugar, cuando se le invitó a fijar por su parte la pena, ni quiso hacerlo personalmente ni permitió que la fijaran sus amigos, sino que incluso afirmó que el hecho de fijar su pena equivaldría a reconocerse culpable. En segundo lugar, cuando sus amigos quisieron sacarlo de la cárcel furtivamente, no lo consintió, e incluso pareció burlarse de ellos al preguntarles si conocían algún lugar fuera del Ática inaccesible a la muerte. Cuando terminó el juicio, dijo Sócrates: «Pues bien, señores, quienes instruyeron a los testigos haciéndoles ver que debían testimoniar con perjurio contra mí y los que se dejaron sobornar por ellos deben ser conscientes de haber cometido un grave delito de impiedad y una gran injusticia. En cuanto a mí, ¿por qué me voy   sentir menos orgulloso que antes de mi condena, puesto que no he sido convicto de haber cometido ninguno de los delitos por los que me acusaron? Nunca se me ha visto, en efecto, haciendo  sacrificios a nuevos dioses en vez de hacerlos a Zeus, Hera y los dioses que les acompañan, ni jurando ni reconociendo a otros dioses. Y en cuanto a los jóvenes, ¿cómo podría corromperlos acostumbrándolos a una vida de dureza y frugalidad?

En lo que se refiere a los delitos castigados con la pena de muerte, el saqueo de templos, el robo con escalo, la esclavitud de un hombre libre, la traición al Estado, ni siquiera mis propios adversarios me imputan ninguno de ellos. Por ello me pregunto con asombro cómo pudo pareceros que yo había llevado a cabo una acción digna de muerte.

TERCERA PARTE

Sin embargo, tampoco por el hecho de morir injustamente tengo que tener menos alta la cabeza, porque la vergüenza no es para mí sino para quienes me condenaron. Me consuela todavía el recuerdo de Palamedes, que murió de manera muy semejante a la mía. Aun ahora sigue inspirando cantos muchos más hermosos que Odiseo, que injustamente ocasionó su muerte. Sé que también testimoniarán en mi favor el futuro y el pasado, haciendo ver que jamás hice daño a nadie ni volví peor a ninguna persona, sino que hacía el bien a los que conversaban conmigo, enseñándoles gratis todo lo bueno que podía».

Después de pronunciar estas palabras se retiró con semblante, actitud y paso sereno, muy de acuerdo con las palabras que acababa de pronunciar. Pero al darse cuenta de que sus acompañantes estaban llorando, dijo: «¿Qué es eso? ¿Es ahora cuando os ponéis a llorar?

¿Acaso no sabéis hace mucho tiempo que desde que nací estaba condenado a muerte por la naturaleza? Sin embargo, si muero prematuramente en medio de una inundación de bienes, es evidente que tendré que lamentarme tanto yo como mis amigos, pero si libero mi vida de las amarguras que me esperan, creo que todos vosotros debéis congratularos pensando que soy feliz».

Estaba presente un tal Apolodoro, amigo apasionado de Sócrates, pero persona simple por lo demás, que dijo: «Pero es que yo, Sócrates, lo que peor llevo es ver que mueres injustamente». Y entonces Sócrates, según se cuenta, le respondió, acariciándole la cabeza: «¿Preferirías entonces, queridísimo Apolodoro, verme morir con justicia que injustamente?», y al mismo tiempo le sonrió. Se cuenta también que, al ver pasar a Ánito, dijo: «Ahí tenéis a ese hombre lleno de orgullo, convencido de que ha llevado a cabo una hazaña grande y noble con haberme hecho matar porque, al ver que la ciudad le honraba con las mayores distinciones, dije que no debía educar a su hijo en el oficio de curtidor. ¡Pobre desgraciado, que no sabe, al parecer, que aquel de nosotros dos que haya dejado hechas las obras más útiles y más hermosas para siempre, ése será el vencedor! Pero -siguió diciendo- tal como Homero ha atribuido a algunos de sus personajes en el momento de su muerte pronosticar el porvenir, también yo quiero hacer una profecía. Tuve una breve relación con el hijo de Ánito y me pareció que no era de espíritu débil, por lo que afirmo que no permanecerá en la vida servil que su padre preparó para él, sino que por no tener ningún consejero diligente caerá en alguna pasión vergonzosa y llegará lejos en la carrera del vicio». Y no se equivocó con estas palabras, sino que aquel muchacho le tomó gusto al vino y ni de día ni de noche dejaba de beber, y al final no fue de ninguna utilidad ni para su ciudad, ni para sus amigos, ni para sí mismo. En cuanto a Ánito, por la mala educación dada a su hijo, y por su propia falta de juicio, incluso después de muerto conserva su mala reputación. Al ensalzarse a sí mismo ante el tribunal, Sócrates despertó el odio de los jueces y los impulsó más aún a votar su condena. Por mi parte, creo que ha alcanzado un destino grato a los dieses, pues abandonó lo más duro de la vida y encontró la más fácil de las muertes. Demostró así la fortaleza de su espíritu, pues cuando se dio cuenta de que para él era preferible morir a seguir viviendo, lo mismo que no se opuso a los otros bienes de la vida, tampoco se acobardó ante la muerte, sino que la aceptó y la recibió con alegría.

Por mi parte, cuando pienso en la sabiduría y nobleza de espíritu de aquel hombre, ni puedo dejar de recordarlo ni, al acordarme de él, puedo dejar de elogiarle. Si alguno de los que aspiran a la virtud tuvo trato alguna vez con alguien más beneficioso que Sócrates, considero que tal hombre debe ser tenido por muy feliz



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