Discurso de Aceptación del Nobel de Literatura Albert Camus
Uno de los escritores más representativos del siglo XX y de la literatura universal de hoy es el Argelino-Francés Albert Camus. Su obra literaria y filosófica está plagada de ideas por doquier, lo que la hace muy atractiva para el análisis o el simple disfrute. A continuación compartimos el discurso de aceptación del Nobel de literatura del 10 de diciembre de 1957. Un texto fuerte y poderoso sobre el oficio del escritor y el compromiso de éste. Disfrútenlo
Estocolmo, 10 de diciembre de 1957
Albert Camus
«Al recibir la distinción con que ha querido honrarme su libre
Academia, mi gratitud es más profunda cuando evalúo hasta qué punto esa
recompensa sobrepasa mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor
razón todo artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también
lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no comparar su
resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico
sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad
del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de
pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué
ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros
escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando,
al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?
He sentido esa
inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario
ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era imposible
igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor,
para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las
circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la
misión del escritor. Permítanme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y
amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea.
Personalmente, no puedo
vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de cualquier cosa.
Por el contrario, si me es necesario es porque no me separa de nadie, y me
permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una
diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres,
ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga,
pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal.
Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se
sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su
diferencia más que confesando su semejanza con todos.
El artista se forja en
ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la
belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede
desprenderse. Por eso, los verdadero artistas no desdeñan nada; se obligan a
comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo
puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha
de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.
Por lo mismo el papel de
escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse
al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la
sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los
ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la
soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello
consiente. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las
humillaciones, en el otro extremo del mundo, basta para sacar al
escritor de su soledad, por lo menos, cada vez que logre, entre los
privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trate de recogerlo y
reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.
Nadie es lo bastante
grande para semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias
de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o
libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una
comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como
pueda, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a
la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en
reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni
a la servidumbre porque, donde reinan, crece el aislamiento. Cualesquiera
que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará
siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto
de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión.
Durante más de veinte
años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi
edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo
de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más
que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis
fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura
y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial,
que tenían veinte años en la época de instaurarse, a la vez, el poder
hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su
educación se vieron enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra
mundial, al universo de los campos de concentración, a la Europa de la
tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus
obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie
pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser
comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un
exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han
lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre
nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se
consagran a la conquista de una legitimidad.
Les ha sido preciso
forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una
segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte
que se agita en nuestra historia.
Indudablemente, cada
generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que
no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el
mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las
revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las
ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo
todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al
servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en si misma y a
su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que
constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de
desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes
inquisidores establezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que
debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las
naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el
trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la
Alianza.
No es seguro que esta
generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por
doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor
de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio
por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera
que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra
profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de hacerme.
Al mismo tiempo, después
de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en
su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros,
de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia,
realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento
siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo
las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento
destructor de la historia.
¿Quién, después de eso,
podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de
moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de
conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exultante.
Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando
por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino.
¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud?
En cuanto a mi, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he
podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he
crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis
faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y
también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos,
que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo
de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a
vivir.
Reducido así a lo que
realmente soy, a mis verdaderos limites, a mis dudas y también a mi difícil fe,
me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la
distinción que acabáis de hacerme. Más libre también para decir que quisiera
recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate,
no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y
persecuciones. Sólo me falta dar las gracias, desde el fondo de mi
corazón, y hacer públicamente, en señal personal de gratitud, la misma y
vieja promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a si mismo,
silenciosamente, todos los días».
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